Raúl Núñez






No sé en dónde oí -probablemente en una película- que lo que no ordenas en seis meses ya no lo ordenas nunca. El otro día ordenando cajas -que tenían más de seis meses- me encontré con una que contenía recortes antiguos de Cartelera Turia, de su sección (que era la que primero leía) "El aullido del mudo" que redactaba Raúl Núñez. Quiero compartir estos pocos recortes de Raúl. Ni siquiera sé de qué fecha son, pero no importa. Ni siquiera recuerdo en qué año murió, pero tampoco importa.


EL SUEÑO DEL GATO




Cada día iba al colmado de Don León, salvo los domingos en que estaba cerrado, y le compraba alguna tontería que me hiciera falta.
Solía quedarme allí un rato, hablando con él, y era un viejo bastante agradable que vivía con su gato al que quería mucho.
Pero en los últimos días tenía problemas con el gato, ya que éste no dormía y hacía cosas raras por las noches. No hacía mucho se lo había encontrado sobre su cabeza y le daba por maullar para que le dieran comida.
Pero eso no era todo.
Una noche en que consiguió dormirse, Don León le vio moverse de una manera rara y agitar las patas como si tuviera un extraño sueño. En otra ocasión le pareció oírlo pronunciar alguna palabra.
- No se preocupe, ya se le pasará -intentaba conformarle.
- Los gatos son muy raros.
- Yo nunca he tenido animales pero le comprendo.
- Cuando nació era como una bolita de lana.
- Pues sí...
Una mañana que fui al colmado, vi a Don León con su gato muerto entre los brazos. Lo dejó sobre la barra y cerró la puerta.
- Pobrecillo... -no dejaba de murmurar.
- ¿Qué le ha pasado?
- Se ha muerto.
- Ya lo veo, pero quiero decir si fue de repente o qué le pasó al pobre animal.
- Sobredosis -dijo Don León.
- ¿Qué?
- Sí, le di unas cuantas pastillas y mira lo que ha pasado.
- ¿Pastillas al gato?
- Sí, para que durmiese tranquilo
- ¿Y cuántas le dio?
- Un montón.
Me costaba creerlo. Sólo le faltaba un cartelito con el precio.
- Ahora llamaré a la funeraria -dijo Don León.
- ¿Le parece necesario?
- Claro, quizá pida otro servicio para mí.
- ¿Para usted?
- Yo no puedo vivir sin mi gato, por ello he pensado que quizá sería mejor...
En ese momento el gato se agitó sobre la barra y soltó un maullido placentero.
- ¡Está vivo! -exclamó Don León.
- Sólo estaba dormido, demasiadas pastillas- le dije.
- Este es un mundo mágico.
- Tiene razón, Don León. Parece el sueño de un gato.


PLANES


Sí, yo también te quiero –dijo Conchita.
-Pero lo de la boda me da un poco de miedo.
-Ya verás como todo sale bien –afirmó Paco.
Eran casi las seis de la mañana. Paco había aparcado su coche ante la finca de su novia. Los dos estaban cerca de los veinte años. Les gustaba salir de discotecas y usar ropa de marca.
Volvieron a besarse.
-¿Y tú crees que tu padre te adelantará la herencia?
-No lo sé, es posible.
-Con ello podríamos poner un bar de marcha y pasarlo bien.
-¿Y de tu familia, qué?
-Mi madre, si me caso, seguro que me regala el piso de Gandía.
-Eso vale una pasta.
-Claro.
-Mira, Conchita, en este mundo hay que ser listo, sobre todo con la familia.
-Para ello nos han traído aquí.
-Tienes razón.
-Y trabajar lo menos posible.
-Creo que estamos de acuerdo en todo.
-Mañana hablaré con mi madre –dijo Conchita.
-Sí, cuanto antes mejor.
-¿Y piensas que tendremos hijos?
-Me da igual.
-A mí me gustaría que fuera una niña.
-Te quiero, Conchita.
-Yo también, Paco.
-¿Y ya no tienes miedo de la boda?
-No.
-Eso es bueno.
-¿Hacemos el último porro, cariño?
-Venga.
Paco no tardó en hacer el canuto y se lo pasó a Conchita.
-¡Esto es vida! –dijo ella.-Tienes razón, cariño. ¡Esto es vida!

EL MONEDERO


Era una mañana soleada, con temperatura agradable, de esas que hacen a la gente salir a la calle, gilipollear por allí, tomarse unos bocadillos de calamares y una caña, pero que a mí me ponen de mala leche. Peso a ello, salí a comprar tabaco y en lugar de regresar de inmediato a casa se me ocurrió acercarme hasta un mercadillo.
Comencé a dar vueltas sin saber bien qué hacer y ya me encontraba a punto de volver cuando se me acercó el indigente.
Tenía una jeta de esas marcadas por la vileza y una nube grisácea en uno de los ojos.
Me miró de arriba abajo y preguntó:
-¿Tú le robaste el monedero a mi vieja?
-¿Qué? –pregunté sorprendido.
-Que si le mangaste el monedero a mi vieja.
-Pero cómo se te ocurre...
-Tenía dos mil pesetas.
-¿Y a mí qué me cuentas?
Se acercó un niño de unos diez años. Un cigarrillo colgaba de sus labios.
-¿Ha sido éste? –le preguntó el indigente.
-No estoy seguro –respondió el niño.
-Oye, yo me largo –dije.
El gitano me cogió del hombro y me llevó hasta un portal.
-Dame las dos mil pesetas.
-Sólo llevo cien duros.
-¿No querrás que la liemos? –preguntó amenazante.
-Te juro por mis cinco hijos que no.
El niño volvió a aparecer.
-¿Cuánto lleva? –preguntó.
-Cien duros.
-No vale la pena.
-Lárgate –dijo el indigente mientras yo, con piernas temblorosas y sudor en la frente, eché a andar hacia mi casa.
De haber sido en otro momento hubiera buscado un guardia, pero no tenía ganas de problemas. Ese tipo de cosas solían ocurrirme cuando salía por las mañanas. No volvería a hacerlo nunca.
Y, mientras tanto, el indigente seguiría tratando de mangar lo que pudiese junto al niño, la gente se sentaría indiferente a tomar el sol en las terrazas, se hablaría por teléfonos móviles, se vendería una tira del Cuponazo, se harían negocios, se comprarían cosas inútiles, se buscaría plutonio en las papeleras...
Y eso sería todo.



MERCADO



Las dos mujeres esperaban su turno ante una de la charcuterías más concurridas del Mercado Central. La gente acudía a ella dado lo bajo de sus precios y la relativa calidad de lo que vendían.
Ninguna de las mujeres parecía tener un mínimo de prisa, hasta podría decirse que les gustaba esperar y denotaban algo de pena cuando les llegaba su turno.
Una de las mujeres, gorda, bajita y con peluca se dirigió a la otra con una sonrisa y le dijo:
-Este sitio sí que está muy bien.
-Ya lo creo –asintió la que estaba junto a ella, que era bizca.
-Yo siempre vengo a comprar aquí.
Parecían satisfechas de estar allí mientras sus maridos, las que lo tenían, estaban subidos a un andamio o en la fábrica.
-El jamón dulce es de lo mejor que hay –dijo la gorda-. -Yo cuando vengo al Mercado me llevo dos kilos. Somos varios de familia ¿sabe?
-Yo vivo sola –dijo la bizca. -Y no puedo comer mucho porque enseguida me engordo.
-¿Y no tiene... marido?
-Tenía.
La mujer gorda guardó un discreto silencio. Y luego se atrevió a preguntar:
-¿La dejó o...?
-Le envenené.
-¿Cómo?
-Sí, me tenía harta, siempre con esa cara de loco y yendo tras las jovencitas.
-Pero, señora, eso es un delito.
-Ya lo sé.
-Mi marido es policía –continuó la gorda. –Si se enterase...
-Me da igual.
Guardaron unos minutos de silencio.
-Y ¿cómo lo hizo? –pregunto la gorda llevada por la curiosidad.
-Le eché spray para las cucarachas en la paella.
-¡Vaya por Dios!
Le llegó el turno a la mujer bizca.
-Un hueso de jamón. Pequeño –pidió.
-¿Nada más? –preguntó el dependiente sorprendido.
-No.
Cogió la pequeña bolsita y se volvió hacia la mujer gorda.
-Pues que le vaya muy bien y cuando quiera podemos hacer una paella en casa.
-Sí, claro, lo que usted quiera, ya nos veremos por aquí...


ESTRELLAS SIN PILAS


Siempre he tenido la sensación de que tanto curso o cursillo como prolifera (sobre todo últimamente) se han montado con la idea de lucro o, simplemente, de ligar. Está claro.
Me cuesta creer que una mujer de edad mediana (fea) no tenga otra cosa más útil que hacer que cuidar a su hijo o hablar, cada tanto, con su ex marido.
Pero el hombre requiere ciertas cosas que son inevitables y simulando aprovechar “ese ratito libre” que nos obsequia la sociedad del ocio, decide inscribirse y tener nuevas amistades, ya sean de un sexo u otro.
El primer día anda por allí, despistado, tendiendo la mano a modo de saludo y repitiendo: Carlos... yo soy Pepe... yo soy Juan...
Cada tanto llega otro que hace lo mismo.
Luego de algunas clases, cuando el grado de confianza sube ligeramente “van a tomar una copita al bar”, hasta que esto se hace rutinario y, salvo excepciones, tedioso.
No tardan en producirse los primeros comentarios:
-“Marta necesita un psiquiatra...”.
-“Parece que Luisa está embarazada...”.
No son otra cosa que engendros neuronales que se arrastran buscando un poco de cariño.
Hacen lo posible para disimular su edad: cremas, prótesis, tinturas para pelo y siempre alerta de que no aparezca el menor signo de histeria. A veces, sólo por casualidad, tocan el tema del curso:
-“Yo creo, pero...”
-Es todo tan raro...
La profesora lee el “Hola” y se rasca una axila, pueden escucharse los primeros bostezos, se huele una ventosidad invisible...
Y allí están, solos.
Buscando algo perdido, que ignoran lo que es, sin valor para confesarse que todo es una mierda como esa habitación donde se desarrollan las clases.
La gente acude unos días y ya no vuelve. Sólo cuando se anuncia una terapia sexual comunitaria se hacen más matrículas.
Poco más tarde todo sigue igual.
-¿Y usted cree en los horóscopos? –pregunta una alumna.
La profesora parece distraída.
-¿Es a mí?
De repente la alumna sufre un ataque de histeria, se arranca los cabellos...
-¡No puedo más!- aúlla.
-Calma, calma –intenta sosegarle la profesora.
Uno de los tantos enterados quiere meterle un pañuelo en la boca, pero casi la ahoga.
-¡Abrid la ventana! –se oye una voz.
-Este ha sido el cabrón de Urano –dice la profesora en voz baja.
-Ya está mejor –dice una alumna.
-¡Mi prótesis dental! ¡La he perdido!
-Allí la tienes –se la indica una compañera.
-Será mejor que sigamos mañana –recomienda la profesora. –Vaya tarde que podíamos haber pasado.
Al día siguiente no asistió un solo alumno al curso.

LA GALLINA




El hombre había alquilado una pequeña habitación a una señora viuda que vivía sola. Llevaba una vida solitaria y algo triste, ya que no tenía muchos amigos y solía salir poco a la calle. Vivía del seguro de desempleo.
Algunas noches se quedaba hablando con Doña Pilar o viendo un rato la televisión.
-Tendría que salir más, Remigio –le decía ella.
Una mañana despertaron a Remigio unos extraños sonidos que no pudo identificar. Parecían provenir de la habitación de Doña Pilar y no se repetían cada día sino que lo hacían cada semana o dos.
-Doña Pilar –le dijo acuciado por la curiosidad- ¿Usted no oye unos ruidos raros por la mañana?
La mujer le miró sorprendida.
-¿Yo?
.A veces me parece que son ideas mías, pero en otras estoy casi seguro de oírlos.
-Vaya usted a saber –dijo la mujer sin hacerle mucho caso.
A medida que pasaban los días Remigio estaba más atento a los ruidos. Por lo general podían oírse al amanecer y la luz que entraba por la ventana los hacía más irreales.
Remigio comenzó a padecer de insomnio. Pasaba la noche fumando en la cama y tratando de encontrar una respuesta a sus dudas. Cuando llegaba el alba le encontraba inmerso en una ansiedad de la que no conseguía librarse.
Llegó a la conclusión de que los ruidos provenían de la habitación de Doña Pilar.
Desde entonces comenzó a hacer planes para saber de qué iba todo aquello y decidió espiar por el ojo de la cerradura de la viuda.
De todos modos, no le iba a resultar fácil. No quería ni pensar que Doña Pilar le sorprendiese.
Pero se prometió que la próxima vez que oyera los ruidos, lo haría. Estuvo practicando para no hacer ruido por la puerta y se compró las pantuflas más silenciosas.
Con gran sigilo, Remigio salió al pasillo, intentando hacer el menor ruido posible y miró por la cerradura.
Doña Pilar emitía un leve cloqueo, sentada en su cama, mientras que iba poniendo un huevo tras otro.

EL MIRÓN



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Se le veía a menudo, cuando comenzaba a anochecer y todo se iba llenando de un color indefinible, dando vueltas con serenidad por el antiguo cauce del Turia, la Alameda, Viveros, o sitios similares.
Era un chico joven, de cara aniñada y vestido con pulcritud. Había dejado sus estudios y vivía con sus padres que todo le consentían. No tenía amigos.
Desde hace años se masturbaba incesantemente, tenía una gran colección de revistas pornográficas y videos que ocultaba a sus padres. Salía poco, pero cuando lo hacía su objetivo era claro.
-Tendrías que buscarte una novia –le decía su madre.
-Ya eres un hombre –agregaba su padre.
-Hay tiempo para todo –decía el chico. –Ese tipo de cosas no pueden planearse.
Cuando salía a espiar a las parejas una extraña turbación se apoderaba de él. Le temblaban las manos y su cara enrojecía ligeramente. Parecía realmente otra persona.
Solía ocultarse detrás de cualquier arbusto y excitarse mirando a las parejas en sus efusiones. Nunca tuvo ningún problema hasta que una noche se dio cuenta de su presencia una pareja de indigentes borrachos.
-¡Oiga, amigo! ¿Qué coño está mirando? –preguntó el hombre.
El chico comenzó a sentir un miedo desconocido.
-Nada –balbuceó. –Lo siento, ya me iba...
-Espera un momento, acércate –ordenó el hombre.
-Sí, claro.
-Así que te gusta cascártela mientras miras...
El chico inclinó la cabeza avergonzado.
-Si quieres podemos hacer un trato –dijo el indigente tambaleándose. –La Puri y yo follamos todos los días, ¿qué te parece si nos dieras unos duros y cada noche te montamos el numerito?
-No lo sé...
-¡Venga, no te cortes!
-¿Y cuánto me cobraría?
-No mucho, dos mil pelas o así.
-Yo vivo de mis padres –dijo el chico. –No puedo hacer grandes gastos.
La mujer miraba desde la hierba sin enterarse de nada. Cada tanto le echaba un trago a una botella de vino. Y eructaba.
-Bueno, ¿te decides o no? –preguntó el hombre.
-Estoy pensando.
-Mira, si quieres te puedo hacer una rebajita. ¿Qué te parece mil quinientas?
-Vale.
-Quedamos para mañana aquí y a esta hora. Y no te hagas muchas pajas...


DAMAS Y CABALLEROS

¿Me permite? –preguntó el hombre luego de titubear un largo rato. –Quisiera bailar esta pieza con usted.
La mujer simuló no darse cuenta de la invitación.
-¿Es a mí? –preguntó.
-Sí, a usted.
-Estoy un poco cansada, pero si insiste...
-Yo me llamo Carlos.
-Y yo Marta.
Se dieron la mano.
-¿Suele venir mucho por aquí? –preguntó él.
-Sólo si estoy un poco aburrida.
Bailaron en silencio durante diez minutos.
-¿Le apetecería un refresco, Marta?
-Bueno.
Se sentaron en una mesa.
-¿Y usted a qué se dedica? –preguntó ella.
-Soy charcutero.
-Debe ser interesante...
-¿Y usted Marta?
-Trabajo en un despacho.
-¡Aaahh!
Comenzó a sonar un bolero.
-¿Le gustaría bailar?
-No lo hago muy bien –respondió ella.
-Eso es lo de menos.
-Si usted quiere...
-¿Lo está pasando bien, Marta?
-Sí, de verdad.
-No le creo.
-Yo no soy una persona muy interesante.
-Eso es lo que usted cree.
-Las chicas no me hacen caso.
-Pues no sé qué decirle...
Carlos se apretó un poco más contra Marta. Ella le dejó hacer.
-Me gustaría verle otra vez – dijo él.
-A mí también, se lo aseguro.



EL GORDO

Era un gordo que vendía chocolate en uno de los bares cutres del barrio del Carmen. Tendría unos treinta años y realmente parecía una foca, siempre con su chándal negro, y esperando a los clientes.
Solía llegar al bar a primera hora, en cuanto abrían, y se sentaba allí, en su mesa de siempre.
Pasaba el día en una mesa de un rincón tomando cerveza y fumando porros. No hacía otra cosa en todo el día
El dueño del bar, que era viudo, tenía una hija que se llamaba Maite y el gordo estaba enamorado con locura de ella.
La niña, por supuesto, no le hacía caso (tenía diecisiete años) y sólo le saludaba con cortesía y cierta indiferencia.
-Estás muy guapa, Maite –le decía el gordo.
Ella sólo sonreía.
-Me gustaría casarme contigo.
-Habla con mi padre.
Cuando el gordo se sentía más deprimido era cuando acudían al bar los amigos de la niña o algunas veces la veía salir un rato por la noche y estaba más bella que nunca.
Cuando cerraba el bar, el gordo tenía un cebollón impresionante, ya que había pasado todo el día fumando y apenas podía marcharse a su casa. Una noche se atrevió a invitarla al cine, pero la negativa fue distante y rotunda.
Todos sabían en el bar lo que le ocurría al gordo con Maite, pero ya hacía rato que se habían aburrido del tema y, sólo cada tanto, le hacían alguna broma.
-¿Cuándo te casas, tío?
-Estás cachondo, ¿no?
Pero las cosas no pasaban de allí.
El gordo seguía fumando y vendiendo chocolate. No sabía explicarlo pero realmente se sentía harto de su vida monótona y oscura.
-Soy una mierda –se decía. –Una bola de grasa que no sirve para nada. ¿Cómo Maite se va a fijar en mí?
Pedía otra cerveza, liaba otro porro y, a veces, cuando nadie se fijaba en él, lloraba.
Cuando desapareció del bar, la gente pensó que estaba enfermo. Pero el tiempo pasaba y nadie sabía nada de él.
Corrían rumores de que se había embarcado, otros que lo había cogido la policía y algunos, los más malignos, insinuaban que se había suicidado. De todos modos, nunca se supo nada más de él.


AUTODEFINIDOS




Uno de los hombres era viejo, el otro joven.
Hacía tiempo que se habían convertido en adictos a los autodefinidos (esos cuadernillos que están llenos de crucigramas, sopas de letras y pasatiempos, que cada día compra más gente). Se encontraban por la tarde y, a veces juntos, otras separados, iban a un bar y con la mayor solemnidad se ponían a resolver los “teoremas” que traían las revistas.
A veces descansaban un rato para tomar un café, pero seguían hablando de lo difícil e instructivos que eran los autodefinidos.
-No creo que tardes en encontrar un buen trabajo, cada día estás más preparado, tus conocimientos han aumentado mucho –le decía el hombre viejo al hombre joven.
-Sí, es posible, pero cada día hay más gente que se dedica a esto. El nivel cultural está muy alto.
-¿Tú sabes lo que es un orate? –preguntaba el hombre viejo.
-Un loco.
-¿Y un plantígrado carnicero?
-Un oso.
-¿Te das cuenta cómo te has superado? Antes de hacer autodefinidos no tendrías ni idea de la respuesta.
-Es verdad –asentía el hombre joven.
-Yo estoy demasiado mayor –se lamentaba el hombre viejo –si no me pondría a dar conferencias en la Plaza Redonda.
-No es mala idea.
-Ya lo sé, pero estoy un poco cansado.
-La sabiduría da fuerzas –le animaba el hombre joven. –Seguro que si lo intenta lo conseguirá.
-Mi mujer dice que los autodefinidos no sirven para nada –comentó el hombre viejo. –Lo que pasa es que es analfabeta.
-Claro.
-Pero yo no le hago caso, que piense lo que quiera.
El hombre joven encendió un cigarrillo y bebió un sorbo de café.
-Mi novia también hace autodefinidos –dijo.
-¡Qué suerte tienes!
-Quizá con el tiempo montemos una academia o algo así, ella tiene muchas ganas y hasta ha dejado su trabajo de dependienta para perfeccionarse lo más posible. Antes no tenía mucho tiempo. ¿Me comprende?
-Claro.
El hombre viejo miró su reloj.
-Ya hemos descansado bastante.
-Sí, es verdad.
-¿Seguimos?
-Sigamos.


EL HUEVO VERDE


Según cómo se mire un huevo puede ser un sapo, una rana o cualquiera de los seres pertenecientes a quienes posean este peculiar color. No es fácil ser portador de él ni, mucho menos aún, seducir doncellas con su extraño aspecto, ni pintar el lánguido mar con sus reflejos.
Se asegura que en otros tiempos se odiaban: los Green Peaces y los Angels Bulls, todo había comenzado, como siempre a causa del alcohol y aún no habían hecho las paces.
Vivían en un apacible valle que, si no fuera por las temidas lluvias de huevos, sería uno de los más bellos para vivir en este mundo.
Por fin, luego de que pasara el tiempo y tiempo y tuvieran más de un altercado, se decidieron a hacer la guerra con todo el poderío del que eran capaces.
-¡Qué será de mi hijo! –se lamentaba una madre verde en forma de huevo.
-¡Qué será de mi madre! –se preocupaba su hijo.
-¡Y esas malditas lluvias de huevos!
-¡Ya vendrán tiempos mejores! -reflexionaba un anciano con la nariz roja y verde.
En el valle también vivían Silvia y Tom, se conocían desde pequeños, y lentamente así como sus cuerpos fueron creciendo, lo hizo al mismo tiempo su amor.
-Tenemos que dejar esto, Tom –le pedía Silvia.
-Imposible.
-No digas esa palabra.
Tom callaba y mordía una brizna de hierba.
Si alguien hubiese visto el valle le hubiera parecido un sueño, los huevos verdes parecían mágicos, las aves eternas, el cielo infinito, nada era igual allí...
Silvia quedó embarazada y ya no podían seguir en su querido valle. Había que buscar una solución. Pensaron bajo la lluvia y se intercambiaron una mirada de impotencia.
Y, de repente, el cielo se abrió, dejó de llover y ya no cayeron más huevos sobre la hierba.
Todo daba la sensación de haberse calmado para siempre.
-¡Mira Tom! –exclamó Silvia.
Tom no pudo responder.
-Todo ha pasado –murmuró por fin.
Esa noche se organizó una de las fiestas más grandes que se hayan recordado nunca, todo el mundo bailó y giró y cayó al suelo más que nadie.
Los ancianos perseguían a las mujeres de su edad, los niños a las niñas con sana diversión, los maridos se escondían detrás de los arbustos y no muchas veces solos.
Era un huevo verde que había caído en forma de chispa.
-Esta noche engendraremos un hijo –dijo Tom.
-¿Y cuándo si no?
-Cuando lluevan huevos verdes...El sol, al despertar, nunca encontró un espectáculo tan bello. Metió la mano en su bolsillo, sacó un balón y lo arrojó al aire hasta que lo perdió de vista y soltó un grito de alegría que no había escuchado jamás.


LA PEQUEÑA CIEGA



Cada día le compraba uno o dos cupones. Estaba seguro que me traería suerte. Era muy joven, con el pelo corto y rubio. Tenía una caseta en una calle cercana a la avenida del Oeste. En verano solía estar en la puerta o dando vueltas por allí.
Se llamaba Nieves.
Siempre me preguntaba cómo sería su mundo. Quizá en él todo fuera diferente a éste y quería saber qué sentido oculto tendría su vida pero nunca me atrevía a preguntarle nada sobre ella. Todo lo que sabía era que vivía con su madre.
Lo que más me intrigaba era que cuando estaba acercándome a ella, comenzaba a sonreír levemente.
-¿Cómo sabes que soy yo? –le pregunté un día.
-No lo puedo explicar –respondió ella. –Pero no tiene importancia, lo que cuenta es que me haces sonreír.
Poco tiempo después sentí que la echaba de menos, que los fines de semana, en los que no trabajaba, me encontraba perdido y salía a buscarla aún sabiendo que no la vería.
Por las noches comencé a desearla.
-Nieves, quiero hablar contigo –le dije una mañana de lluvia torrencial.
-Ya lo estás haciendo.
-Sí, pero me refiero a que me gustaría hacerlo en un sitio más tranquilo.
-¿Por qué no entras? –preguntó ella. –Te estás mojando mucho.
Entré a la caseta.
-Aquí se está bien –agregó.
-Pues entonces, ¿qué me respondes? –insistí.
Nieves se echó a reír con ganas.
-Estás muy nervioso –dijo.
Quedamos para ir a dar una vuelta a la Malvarrosa el domingo siguiente.
-¿De qué querías hablarme? –preguntó Nieves cuando nos sentamos en una de las terrazas de la playa.
-No lo sé...
-Venga, no seas tonto.
En realidad no sabía por dónde empezar. Me parecía estar haciendo el ridículo. Que todo aquello no tenía sentido.
-Me gustas mucho –dije como un adolescente.
-Yo trabajo –explicó Nieves mientras encendía un cigarrillo. –No te imaginas la cantidad de dinero que gano. Lo de los cupones es una tapadera de cara a mi madre...



LOS DOS FALLEROS




Los dos falleros se encontraban echados en un portal. Ya había pasado la noche de la Cremà y, durante todas las fiestas, no habían parado un solo instante.
Sus blusones negros se encontraban sucios de alcohol y aceite, lo único que les apetecía era descansar, pero había algo que no podían olvidar y seguían allí, sin moverse.
-No sé si tendrías que haberlo hecho, Javi -dijo uno de ellos con preocupación.
-No lo sé, ahora no se pueden cambiar las cosas.
-Te has pasado, tío...
-Vale, pero no me des el coñazo.
Permanecieron un rato en silencio, Se oían menos petardos y todo iba adquiriendo un cierto aire de decadencia.
-¿Podré ir a dormir a tu casa?
-Por esta noche... Ya sabes cómo es mi viejo.
-Yo no sé cuándo volveré a tener una casa... -meditó Javi.
-Lo que me gustaría sería tener un coche y largarme -dijo Luis, su amigo.
-¿Lo hacemos?
Javi cogió una botella de cerveza a medio beber y le echó un trago.
-¡Aaah! Está caliente –exclamó, y encendió un cigarrillo.
-Bueno, tío. ¿Qué hacemos?
-Mira que pegarle fuego a tu casa –dijo Luis para sí mismo y se levantó a orinar.
-Estamos en Fallas...
-No seas gilipollas...
-Igual nos coge la policía.
-¡Qué va! Estos días están llenos de accidentes, ya sabes lo que pasa... un petardo, una chispa...
Luis comenzó a quedarse dormido.
-Te estás quedando frito –le dijo su amigo.
-Sí, habrá que hacer algo.
-¿Me acompañarás a casa a ver cómo ha quedado todo aquello?
-Como quieras.
-Vamos.
Se levantaron con dificultad y echaron a andar como dos fantasmas negros y perdidos, cada uno metido en sus confusos pensamientos. Todo había acabado, una vez más.
-¿Y el coche? –preguntó Luis.
Javi hizo un gesto de disgusto.
-Un taxi, tío, eso es lo que me hace falta.
-No tenemos un duro.
Por fin llegaron a las cercanías de la casa de Javi, no se apreciaba nada fuera de lo normal. Su casa estaba intacta, pese a alguna mancha negra en las paredes.
-Eres un chapuza –dijo Luis riendo.
-Sí que lo soy. Pero ya aprenderé.
-¿Nos hacemos un cigarrito?
-Vale.


PAPA NOEL



Papá Noel se sentó en bordillo de la acera de la calle que a esa hora estaba atiborrada de gente que iba a hacer sus compras. Dejó su gran saco con un resoplido, se llevó la mano al bolsillo trasero del pantalón y sacó una petaca. Le echó un buen trago y pareció satisfecho. Se encontraba un poco cansado de ir de un lado a otro con el jodido saco.
Por allí había otros como él, tocando campanillas y regalando caramelos a los niños.
-Cómo ha cambiado esto –se dijo mirando a la gente entrar y salir de las tiendas. –Casi todo lo que tengo que repartir son drogas de diseño y preservativos, el saco está lleno de todas esas porquerías, pero es lo que ahora se lleva. ¡Qué le vamos a hacer!
Volvió a beber de la petaca.
-¡Hola, colega!
Papá Noel vio a otro tío vestido como él. Se sentó a su lado y se quitó las botas.
-Estoy cansado –dijo el recién llegado –Esta faena es una mierda, pero hay que buscarse la vida. ¿Me invitas a un trago?
-Claro.
Bebieron en silencio durante un rato.
-¿Cuánto te pagan? –preguntó Papá Noel.
-Mil pelas.
-¿Por hora?
-No, toda la noche.
-Vaya cabrones –exclamó Papá Noel.
-Sí, son unos cabrones. Y con la pasta que tienen...
Papá Noel echó mano a su saco, buscó algo en él y cogió un pequeño sobrecillo blanco.
-Toma, te lo regalo –dijo mientras se lo daba a su doble.
-¿Qué es eso?
-Cocaína.
-¡Joder! Eso vale una pasta.
Papá Noel hizo un gesto vago y miró su reloj.
-Voy a ver si hago algo –dijo.
Su compañero se quitó la barba y la peluca.
-Conozco un sitio donde puedo vender esto –dijo entusiasmado –De verdad que te lo agradezco.
-No te preocupes.
-Me largo, tío. Si no fuera por ti...
-Hay que ser solidarios.
El otro le tendió la mano y salió disparado.
Papá Noel se quedó solo. Una niña se acercó a él y le pidió un globo.
-No llevo, cariño –dijo Papá Noel, y se dispuso a seguir su camino.


EL PUENTE




El hombre y la mujer se habían sentado junto al nuevo puente de la Alameda. Parecían preocupados y abatidos. Cada tanto se miraban y sacudían la cabeza. Estaba claro que algo no funcionaba bien.
-¿Seguro que no te queda nada? –preguntó el hombre.
La mujer resopló aburrida.
-Ya te lo he dicho...
-Tenemos que conseguir pasta.
-Hemos perdido mil duros en el bingo.
-¡Ya lo tengo! –dijo el hombre luego de pensar un rato.
-¿Qué pasa?
-Vamos a vender el puente.
La mujer le miró incrédula.
-Tú estás chiflado.
-Hay gente para todo, ¿comprendes? Sólo se trata de encontrarla en el sitio y momento oportuno.
-Sí fuera tan fácil...
-No te preocupes, yo me ocuparé de todo.
El hombre se levantó y se acercó a una pulcra viejecilla que parecía bastante despistada.
-¿Me permite, señora? –preguntó.
-Gracias, quisiera hacerle una pregunta. No se sorprenda, por favor.
-Usted dirá.
El hombre se rascó el cuello, como si no supiera por dónde empezar y, por fin dijo:
-¿Le interesaría comprar este puente?
En el rostro de la viejecilla no pudo apreciarse sorpresa alguna.
-Acaban de ofrecérmelo –dijo.
-¿Cómo?
-Sí, en casa tengo más, pero a mi marido no le hace mucha gracia que compre tantos puentes.
El hombre miró a su compañera, se mordió una uña y se decidió a decir:
-Se lo dejo a mitad de precio.
-Hummh, no sé... no sé...
-¿Cuánto podría darme?
-¿Ahora mismo?
-Sí, ahora.
La mujer abrió su bolso y buscó algo en él.
-Tenga –le dijo mientras le extendía mil duros. –Y ahora lárguese de aquí. Este puente es mío.
-Venga –le dijo el hombre a su compañera en voz baja. –Será mejor que nos larguemos.
-Está como una cabra –dijo ella.
-Ya verás como esta noche nos forramos –dijo y se encaminó hacia el bingo.
-Como siempre, cariño, como siempre...


NOVILLOS



Hay noticias que aunque en apariencia resulten banales o parecen carentes de interés, no lo son para determinado lector. Otras, llegan a aburrir por repetición o producen repugnancia o indiferencia según sea su contenido.
Personalmente no suelo leer la prensa o, si lo hago, es de un modo superfluo y sin demasiada atracción pero, en ciertas ocasiones, puede encontrarse algo atrayente.
Hace pocos días tuve ocasión de leer que en Cáceres había sido multado con mil pesetas un grupo de chicos y chicas por hacer novillos.
Dejando de lado el hecho de que me parezca bien o mal, lo que realmente hizo disparar mi mente, fue el recuerdo que acudió imparable.
Creo que fue una evocación intensa y, con un sentimiento que no era de pena ni euforia, me pregunté:
-¿Te acuerdas de...?
No quiero hacer disquisiciones sobre la memoria o preguntarme si yo era el mismo que soy ahora, si es mejor la inmadurez o la experiencia, no echo de menos en especial a nadie, pero lo que puedo asegurar es la fuerza del tiempo.
Casi no se puede evitar recordar los novillos con un sentimiento de libertad y de alegría, no sólo por una rebeldía lógica que produce la edad sino por algo inefable que cuesta explicar.
En la gran mayoría de las veces, los novillos van siempre unidos a alguien que uno quiso, a la timidez de la primera declaración, a un nuevo sentimiento, al ingenuo contacto con el otro cuerpo...
Me es difícil no recordar el hecho de estar sentado en un bar con un grupo de amigos y pensar que, mientras tanto el resto de los compañeros permanece en el aula.
Ahora, por supuesto, todo ha cambiado, pese a que uno es el mismo (¿). Durante dos noches seguidas repetí exactamente el mismo sueño. Me encontraba en el banco de una plaza de una ciudad irreal de la que no puedo recordar su nombre.
Encendí un cigarrillo, uno de los primeros de mi vida, cuyo sabor aún persiste en mi boca.
La chica se acercó a mí y me saludó con un ligero beso.
-Tú siempre tan puntual –dijo con una leve sonrisa.
Creo que fue la primera vez que me sonrojé.
-Hace media hora que estoy aquí, esperándote –dije.
-Yo diría que unos cuarenta años.
-¿Qué dices?
-No me hagas caso.
-Que hoy salimos en el periódico.
La chica se puso a reír. Parecía un pájaro rubio en medio de la mañana, llena de humo perfumado.
-¿Guardaremos la foto?
-Si tú quieres...
-Yo la llevaré toda la vida.
-¿Y cuánto dura eso?


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